domingo, 31 de octubre de 2010

"Nunca pensé que me podía pasar a mí"

Excelente nota de Graziano Pascale, que comparto por este medio.
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Comencé mi vida pública participando en marchas callejeras que reclamaban cambios sociales como si fueran la encarnación de un sueño en el que todos podríamos vivir felices y en libertad. Y ahora, casi 40 años después, me uní al grito desesperado de miles de compatriotas exigiendo que se terminen los asesinatos de nuestros hijos a manos de una delincuencia que ha puesto a la sociedad de rodillas.

Es un balance triste y desolador de una vida entera. Las injusticias siguen ocupando su trono, el poder político sigue siendo un mundo cerrado en el que sólo importan los intereses de los socios de ese club selecto, los poderosos siguen imponiendo sus reglas ahora en una sucia alianza con sus ex (y efímeros) verdugos. Pero la gran diferencia es que antes la vida sólo corría peligro si alguien cometía alguna imprudencia, o se exponía con conductas de riesgo. Hoy el "delito" que se paga con la vida es levantarse temprano para ir a estudiar o trabajar, manejar un taxi, atender un kiosko, repartir pizza, salir a pasear por la rambla con los amigos.

Estas reflexiones casi no me dejaron dormir después de haber asistido ayer a una manifestación de dolor, ira e indignación como jamás presencié en mi ya larga vida. Varios cientos de personas, entre las que me contaba, se juntaron en Camino Maldonado y Venecia (para quienes conocen la zona, pasando algunas cuadras el Instituto de Ciegos) y caminaron portando carteles que exigían "Justicia y Seguridad" hasta la Curva de Maroñas. Había jóvenes que lucían en su solapa una tarjeta con un texto alusivo a Alejandro, otros llevaban fotos de Fabricio, otros de Jorge, todos muertos en la zona a manos de asesinos a los cuales ninguna policía es capaz de atrapar, ningún juez de enviar a prisión. Esas cientos de personas hubieran sido más si la gente no temiera dejar sus casas expuestas al saqueo nocturno, o sufrir un asalto a mano armada en las calles oscuras y sucias de esta Montevideo que se ha vuelto hostil para las personas decentes.

A lo largo de varias cuadras, la gente gritaba "¡¡justicia, justicia!!", un poco más adelante, como si quisieran rendir homenaje a sus años juveniles, entonaba "Un pueblo unido jamás será vencido". Pera aquella marcha solamente pedía que los asesinos despiadados que hoy se han apoderado de Montevideo y otras ciudades de este Uruguay que se desangra, sean desterrados de la sociedad. No era una movilización contra la guerra en Irak, ni contra el intento de golpe en Ecuador, ni para expresar dolor por la muerte de ese "amigo" del Uruguay al cual el presidente Mujica fue a rendir homenaje. Era simplemente el grito de la gente justa, que siente con gran dolor cómo los "suyos" (porque esa es una zona en la que los partidarios de la izquierda son mayoría abrumadora) los han dejado solos.

La tía de Fabricio - una mujer de trabajo, decente y honrada que se ha convertido en portavoz de este grupo - le llegó a pedir al ministro Bonomi que sacara a todos los presos de las cárceles y los pusieran a ellos en su lugar, para sentirse más seguros y protegidos. En otro momento de sus improvisadas y emotivas palabras, dijo que quizás la solución era construir "tatuceras" en sus casas para esconder a sus hijos y protegerlos de los asesinos que - alguien lo dijo - no matan por monedas sino por odio.

En otros puntos del Uruguay hubo concentraciones similares. En Paysandú se volcó todo el mundo a la calle. En Montevideo, eso todavía no parece posible porque los expertos en concentraciones populares, los que tienen el "know how" le han dado la espalda al sufrimiento cotidiano de la gente sencilla, para ocuparse de otros asuntos de alta ingeniería social. Esa circunstancia ayer era notoria en la Curva de Maroñas: la gente que estaba allí reunida escuchando a los oradores montados en la zorra de un camión eran personas sencillas, ajenas al merchandising de los actos callejeros y las marchas "populares".

Cada uno de los oradores expuso su propio drama. La tía de Fabricio ni siquiera los presentaba con nombre y apellido: apenas eran "el tío de...", la "hija de...", y quizás ese era el detalle que más importaba: seres anónimos que querían socializar un dolor personal sin fin, que cambió para siempre su perspectiva de la vida. Lo expresó con claridad la esposa de un repartidor de alimentos, asesinado hace un año: "Estoy destrozada, nunca pensé que me podía pasar a mí... mi hijo de dos años me pregunta todos los días cuando vuelve su padre."

Para mi ya no será posible seguir dando la espalda a esta dolorosa realidad, que semana a semana cobra la vida de algún hijo, de algún sobrino, de alguna tía, de algún abuelo, de algún amigo de nuestro entorno, sin mencionar los robos en los que las víctimas logran esquivar la muerte, que ya ni siquiera son noticia.

No puede haber, NO HAY, en el Uruguay un tema que sea más importante que éste. Cualquier otro que aparezca en los diarios, se trague minutos de radio y televisión, no son otra cosa que pretextos, cortina de humo, fugas de la realidad, de quienes no tienen el coraje de asumir la responsabilidad que les fue conferida por el voto democrático.

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